Lorenz

Como siempre a estas horas ocupas tú sitio preferido en tu bar de costumbre. No te falta nada, tienes trabajo, lo suficiente para sobrevivir y además te deja bastante tiempo libre para tus otros quehaceres. Encima estás felizmente casado, no como se suele decir, sino de verdad, un amor duradero de mutua comprensión que os lleva ya años por vuestros senderos de la vida. En fin, un día cualquiera para ti …

De repente se abre la puerta de la tasca, entra ella, una mujer desconocida para ti, jamás la has visto antes, sin embargo un escalofrío recorre tu espalda, es como si entrases en un estado febril, te impacta algo, es esa energía que irradia ella, esas vibraciones que ocupan todo el lugar, no hay escapatoria para ti, te alcanza una y otra vez, una tormenta de sensaciones largamente desconocidas se descarga sobre tu alma. ¿Qué vas a hacer? ¿Pagar y huir? ¿O pedir un whisky doble y quedarte? Parece que estas son las únicas posturas que te quedan. No obstante con todo el sosiego que aún te es posible llamas  al camarero para que te ponga otra cerveza. Ganó tu parte intelectual aunque sea solamente por el momento. Todavía no puedes emborracharte, necesitas unas lucecitas para analizar la situación. ¿Pero qué está pasando? ¿Qué programa se ha disparado? Empiezas a buscar en tus compartimientos anteriores. Sospechas que algo falla en tu programa, cosa que no tendrá remedio, está incrustado en tu código personal. A la mierda con ese C-G-A-T y C-G-A-U y sus proteínas codificadas. Esto es un desastre, un sinsentido, ya has procreado, has cumplido con el mandamiento principal de tus genes egoístas, tienes una compañera fantástica, no quieres otra para nada en la vida, encima te has esterilizado voluntariamente, así que buscar otra combinación ganadora de ADN es imposible. Al carajo con toda esta fábrica de hormones y neurotransmisores. Paulatinamente, otra cerveza por medio, te das cuenta, que quizás la solución no está solamente en el código genético. Puede ser que un condicionamiento o moldeamiento sea el culpable de tus reflejos. Claro, como los gansos de Konrad Lorenz, en un momento preciso de tu vida, determinado por tu cóctel genético, se te ha impreso el tipo de mujer al cual tendrás que perseguir el resto de tus días. Haces memoria. Buscas coincidencias en todos tus flechazos. ¿Qué tenían todas en común? ¿Cuáles eran las diferencias? Intentas llegar a un punto de partida. ¿Tu madre? ¿Buscas a una hembra que emula a tu progenitora? ¿O era una tía el modelo a seguir? ¿O una compañera de clase? ¿El primer amor? No, definitivamente no. No encuentras nada a pesar de hurgar y remover todas tus experiencias con el otro género. Otra cerveza y pagas no sin tomar por fin un doble whisky.

Por la mañana siguiente, a parte de la resaca etílica, tienes otra, sicológica. La fiebre amorosa no se te ha quitado, deambulas por la vida, herido como un animal cazado. No tienes solución, no eres músico ni escritor, te está vedada la sublimación mediante una obra de arte, caso de Hector Berlioz y su “Sinfonía Fantástica” o de Wolfgang Goethe con su “Werther”. Es que la ciencia no se presta a estos menesteres, no sirve para volatilizar tus sentimientos, su método es analizar, profundizar en la herida, saber qué pasa. Lo tienes sumamente difícil. Te refugias en tus libros de consulta. La biología del comportamiento humano, la sicología del desarrollo, las neuro-ciencias, Eros y la evolución, la evolución sexual. Y, obviamente, internet. Resultado nulo. No avanzas. Un torbellino de ideas, sentimientos, pensamientos y emociones deshabilita tu funcionamiento normal y en este estado lamentable te atreves a visitar ese bar tuyo de nuevo. Y ella está, lo que te obliga a pedir el doble whisky ya de entrada. Estás dudando ¿Qué haces allí? ¿Vas de masoca o buscas una solución? Ella llama constantemente tu atención sin dirigirse a tu persona, solamente con su mera presencia. Tu vejiga llama tu atención. Te vas al cuarto baño. Al regresar de das cuenta que ella está hablando con un amigo tuyo. No sé si fría o osadamente aprovechas la ocasión, te acercas, saludas a tu amigo y a continuación te diriges a ella con débil hola mientras tu vista se fija en sus ojos. Están vacíos, tienen la mirada perdida. Y en este mismo instante te das cuenta, ella no te dará nada, te chupará todo, te absorberá, te esquilmará. No solamente a ti, no, a todos que cruzan su camino. No eres nada especial, eres uno del montón como todos a su alcance. Quizás ella ni se da cuenta de su grito silencioso, no sabe del sufrimiento ajeno provocado por su presencia. Todo esto pasa en cuestión de milisegundos por tu mente, te sientes liberado, el hechizo ha terminado, mas estás enriquecido por una nueva experiencia. La miras otra vez, un “gracias” susurrado, apenas audible sale de tus labios. Ella no lo entenderá pero esto ya no te importa.